viernes, 29 de julio de 2011

Los ventanales rotos

Abraham Nuncio
 
En San Pedro Garza García se concentran algunas de las fortunas más grandes del país. Es la sede de los corporativos de bancos, industrias y cadenas comerciales de mayor tamaño en el noreste de México. Residencia no sólo de la elite económica y política de Nuevo León, sino de una clase media acomodada que se identifica con su modo de vivir y con sus ideas, ahora se suma al resto de las ciudades y villas que viven las consecuencias violentas de la presencia creciente del crimen organizado, de un modelo económico profundamente injusto y un régimen que lo ha abrazado con la fuerza y el destino trágico propios de quien busca el abrazo de la muerte.
A muchos de los habitantes de San Pedro les cuesta creer que las balaceras y sus víctimas se produzcan en las calles emblemáticas por donde transitan a diario. La calzada Del Valle y la calzada San Pedro flanquean la colonia Del Valle, símbolo del municipio desde donde se gobierna Nuevo León. Antes se lo hacía desde su capital, Monterrey. Pero las cosas han cambiado. San Pedro era entonces de Monterrey; ahora Monterrey es de San Pedro. Los representantes de los llamados poderes constituidos y aquellos a los que ahora se denomina poderes fácticos fueron abandonando Monterrey como lugar de residencia, coexistencia y convivencia, y se concentraron en San Pedro.
A pesar de las medidas del alcalde Mauricio Fernández Garza, la delincuencia organizada balea policías y civiles en las calzadas Del Valle y San Pedro como lo hace en cualquier zona de menor rango inmobiliario. Antes del asesinato de un policía y un civil, del cual se ignora aún su trayectoria en relación con las bandas delictivas, el alcalde Fernández ya había aceptado que el Ejército patrullara ese municipio y con el gobernador Rodrigo Medina firmó un convenio para reforzar la seguridad en su territorio. Algo parecía salirse de su control. Para imponerlo se ha valido de un grupo de rudos –cierto, ha dicho que ya no existe–, lo cual puede resultar peor como remedio que la misma enfermedad.
Los sampetrinos ya sabían, no obstante, de ese tipo de crímenes. La ejecución del director de la Agencia Estatal de Investigaciones, Marcelo Garza y Garza, en septiembre de 2006, fue el punto de inflexión en la violencia que vive el estado, según la evaluación del consulado estadunidense (ver Wikileaks en La Jornada del 10/02/11).
Dos pronunciamientos siguieron a las masacres de 20 y 19 personas con diferencia de pocos días, antes de las últimas ejecuciones en San Pedro. Uno, el de los organismos empresariales de la localidad, que culpaba al gobernador de la situación imperante sin hacerse cargo de las condiciones sociales que ellos mismos han propiciado para descomponer la sociedad. Otro, de mayor sustancia, el de un grupo de 14 empresarios, algunos con acento en actividades públicas, profesionales y editoriales. Demandaban abandonar el combate al hampa por medios estrictamente policiacos, legalizar las drogas y ver su consumo como problema de salud pública –lo que hace nueve años planteó Fernández, cuando contendía por el gobierno de Nuevo León–, y abrir un debate franco sobre el tema. Su solo planteamiento basta para conferirle atención a la postura de estos empresarios frente a la violencia. Una violencia que a muchos de sus pares y a los políticos más encumbrados los ha hecho emigrar o mantenerse con un pie en su lugar de operaciones, y el otro en el Distrito Federal, en el Valle de Texas o más lejos.
Desde ningún lugar más localizado geopolíticamente que San Pedro podría analizarse mejor lo que han sido las causas del impresionante crecimiento del crimen como modus vivendi, su fallido combate desde el gobierno y lo que socialmente representa para toda la sociedad mexicana. La posición de los líderes sampetrinos ha sido de apoyo decidido a las medidas impuestas por la modalidad neoliberal del capitalismo. Esta modalidad ha concentrado la riqueza y ha expandido la pobreza hasta límites intolerables. Voces aisladas, como la de Alejandra Rangel Hinojosa, una de las firmantes del desplegado del grupo de los 14, así lo han venido señalando desde hace tiempo.
Ni los priístas ni ahora los panistas –gran mayoría en San Pedro y en el resto de Nuevo León– han querido admitir que, aun en un régimen capitalista, primero son los pobres; porque cuando no es así, los beneficiarios del neoliberalismo más temprano que tarde también se convierten en sus víctimas. Y San Pedro Garza García es la mejor muestra de ello.
La teoría de las ventanas rotas, superficial como es, ofrece una metáfora de lo que ocurre cuando al crimen no se le combate en sus causas sino sólo en sus efectos. En su versión original, tal seudoteoría indica que si no se repara la ventana rota de un edificio se constituirá en la invitación para que otras sigan el mismo destino.
San Pedro destaca, en el paisaje urbano del área metropolitana de Monterrey, por sus mansiones y torres construidas a base de ventanales. Una moda que ya se apreciaba en ciudades estadunidenses como Dallas hace más de tres décadas. Quienes se alojan en esos espacios saben que corren riesgo. Pero no asumen que la gestación de la violencia se debe a su voluntad, tácita o expresa, de alentar la desigualdad social. Aldo Fasci, secretario de Seguridad Pública en el anterior gobierno encabezado por Natividad González Parás, lo ha podido ver con agudeza (ver Proceso del 24/07/11). Para que México sea convertido en Holanda –dice–, donde se ha legalizado el consumo de ciertas drogas, no debería haber pobres, pedigüeños y gente en situación de calle.
En el supuesto de que se pudiera erradicar el tráfico clandestino de drogas, previa autorización de Estados Unidos, el crimen organizado, en sus otros muy variados giros, se seguirá nutriendo de pobres que quieren dejar de serlo a costa de lo que sea: secuestrar, torturar, matar, descuartizar.
No hay que llamarse a sorpresa ni a engaño: si la ventana rota de la desigualdad social no se arregla, las demás ventanas, incluidos los ventanales, seguirán el mismo destino.

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