jueves, 22 de septiembre de 2011

De retornos y sumisiones

Adolfo Sánchez Rebolledo
 
Una a una, las piezas se van acomodando para el regreso del Invencible. Como en otros tiempos, la cargada, con sus excesos escenográficos, rinde pleitesía al hombre providencial, deificado sin rubor por un público sumiso, burocrático, en el fondo indiferente a lo que no sea promesa de estabilidad personal. Nada ha cambiado y, sin embargo, todo es diferente. Las luces del escenario, el lenguaje vehicular de la postransición aludiendo a la democracia: el PRI ha vuelto, aunque nadie sepa cuál es la novedad de la que se dice portador. Es la victoria provisional del viejo grupo de poder enquistado en el estado de México, derrotado hace seis años dentro de sus filas por otros ambiciosos que alzaron el tapete de las vergüenzas para mostrarlos desnudos a un país harto de las bajezas de sus políticos. ¿Qué propone el nuevo PRI de Montiel y familia para un país en crisis, asolado por la violencia, la desigualdad y el desempleo, por la pobreza que cada día engrosa sus temibles ejércitos, por la desesperación potencial de generaciones de jóvenes cuyo horizonte de vida es el desperdicio de sus vidas? ¿Qué puede ofrecer fuera del discurso vacío? Hasta ahora, poco o nada. Pero hay indicios. La gran preocupación está en asegurar la gobernabilidad dando al presidente una cómoda mayoría para no depender de las demás fuerzas y así llevar adelante las reformas que él crea convenientes. El PRI es hoy el partido del orden, dado el fracaso de la derecha para cumplir la tarea. Y esas señales deberían observarse con cuidado.
El candidato del PRI no discute las reformas estructurales, sino quién y cómo debe dirigirlas pues, a fin de cuentas, fueron los priístas los primeros en plantear la modernización de la economía como paso obligado en la inserción de México en la sociedad global. Nunca como entonces se afirmó el matrimonio con la gran empresa para suscribir el Tratado de Libre Comercio y la buena vecindad adquirió visos de voluntaria integración. México, se dijo, abandonó los antiguos paradigmas dibujados en la Constitución, pero con ello dejó fuera del pacto a las clases populares, a las industrias nacionales, a los agricultores, cuya labor aseguraba la soberanía alimentaria; en fin, el país real, productivo, quedó varado a la espera de que se cumplieran las grandes promesas del reformismo neoliberal. Mientras las estadísticas confirmaban la victoria del esquema exportador, la ruina liquidó amplios segmentos del mercado interno y con ello se agrandaron los abismos de la desigualdad. Las clases medias, subyugadas por el discurso del individualismo, vieron cómo retrocedían en los hechos, por no hablar de los millones que abandonaron el país para obtener el ingreso en la ilegalidad tolerada de nuestros socios comerciales.
La derrota del PRI en las urnas en 2000 refleja, de algún modo, el hartazgo de la gente hacia esa política irresponsable, pero la victoria del panismo, con Fox a la cabeza, no supuso un viraje. Todo lo contrario: el relevo de la derecha acentúo, con trazos caricaturescos, las debilidades de un camino minado por sus propias contradicciones. La gran sociedad con Estados Unidos, la integración laboral y mercantil se quedaron en eso, en sueños de una elite incapaz de lidiar con los problemas sociales de su propio país. Quedó claro desde entonces que la derecha mexicana no tenía un programa que ofrecer a la nación. Retomó el discurso sobre las reformas estructurales y se avino a estrechar los compromisos con los grandes grupos de poder, fortaleciéndolos hasta grados ignominiosos.
Por eso, el enemigo a vencer en 2006 era la izquierda encabezada por Andrés Manuel López Obrador. La campaña recordó que este país, al borde del primer mundo era, en realidad, una república de pobres, excluidos e ignorados; que la necesidad de un cambio profundo no es una mera aspiración sustentada en valores éticos comprensibles, sino la única vía para sacar a México del atolladero y devolverle, por decirlo así, su viabilidad sin desmantelar por completo lo que generaciones habían construido con ingentes esfuerzos. Se trataba de hacer un esfuerzo extraordinario de convergencia popular, ciudadana, para derrotar en las urnas no a dos partidos claramente diferenciados por historia, cultura o tradiciones, sino a un mismo proyecto sustentado en la gravitación respecto de la gran metrópoli global. Naturalmente, dicha propuesta venía a romper las reglas del juego establecido y de inmediato se hizo evidente que el poder, en este caso el gobierno foxista, no iba a quedarse quieto a la espera del resultado de los votos. Y se inició la gran operación para impedirlo. La legalidad se hizo trizas y las instituciones, por entonces sacralizadas, mostraron de qué material estaban hechas, poniéndose al servicio del atraco que se estaba montando.
En rigor, la crisis de legitimidad del régimen actual se origina en el intento antidemocrático de impedir a toda costa que una fuerza de izquierda llegara al gobierno federal. Mucho se ha dicho para enturbiar esa conclusión, pero lo cierto es que hoy podemos mirar hacia atrás y comprobar hasta qué punto la gestión panista es responsable de la crisis inocultable que padecemos, más allá de los errores estratégicos de todos conocidos. La caída de las expectativas electorales del PAN hallan su origen en su negativa a intentar una política distinta a la que sirvieron sus antecesores priístas. Los matices son importantes, sin duda, pero no resultan suficientes para definir opciones, alternativas diferentes. Por eso el PRI resurge auspiciado por los mismos que en su momento apoyaron la alternancia y la exclusión de López Obrador, sin modificar las líneas esenciales de la estrategia dominante.
Y por si fuera poco, las famosas instituciones siguen dando pruebas de su irrefrenable sumisión al más fuerte. Si el PRI se siente tan seguro es porque, entre otras razones, sabe que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), máxima instancia en la materia, le cuidará las espaldas, como le cuida el negocio a los grandes poderes mediáticos. Pruebas: la resolución que anula el reglamento de radio y tv elaborado por el IFE para cumplir con la legislación electoral. Me sumo a la declaración de la Asociación Mexicana de la Información y subrayó las siguientes palabras:
Rechazamos el descuido, la ausencia de argumentación consistente y la carencia de miras que ha indicado esa decisión del Tribunal Federal Electoral. Más allá de peculiaridades técnicas y jurídicas, esa resolución manifiesta nuevamente una inaceptable rendición de los magistrados a la influencia de los concesionarios, particularmente de las televisoras. La responsabilidad que tendrán en el proceso electoral que está por iniciarse exige que los magistrados del TEPJF piensen más en los intereses del país y un poco menos en los escasos minutos de fama mediática que les ofrecen las televisoras. Bien dicho.

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