martes, 24 de agosto de 2010

Al son del bicentenario


Pedro Miguel
 
Nacimos para cantar bajo el tratamiento de la policía cuando fabrica culpables. Nacimos para bailar al son de las balas en los retenes militares. Nacimos en el lugar en el que treinta o cuarenta ciudadanos son enviados diariamente al Cielito Lindo, o bien a la simple y pinche tierra del cementerio.
Más siglos para el amor de las congelaciones salariales, del chantaje afectivo del Teletón, de las amorosas cárceles guanajuatenses que albergan en su interior a mujeres condenadas por abortar en forma voluntaria o no. Más siglos para el color parduzco general que dejan en el paisaje las mineras trasnacionales protegidas por las autoridades. Más siglos de canciones caras y estúpidas, de oropeles y cartón pintado a toda prisa para ocultar el desastre.
Orgullo que se comparte de ocupar el primer lugar de desigualdad entre los países de la OCDE y el primero en caída del PIB en Latinoamérica, de tener un gobierno discrecional e ineficiente, de contar con una política exterior que parece gallina sin cabeza.
La plaza se va llenando de electricistas despedidos, de indígenas acosados por paramilitares, de maestros oprimidos por una dirigencia sindical corrupta y, a la postre, por tropas antimotines.
Lo bueno está comenzando y el ejército seguirá en las calles, la guerra será heredada al próximo gobierno, seguiremos pagando el rescate bancario del antepasado y los contratos multimillonarios que favorecen a consorcios energéticos extranjeros tendrán que cumplirse durante décadas.
Al son del bicentenario el Ejecutivo federal se gasta más de dos mil millones de pesos en monumentos inexistentes, en propaganda frívola y mendaz, en cancioncitas que parecen fondo musical de esas coreografías que se presentan en los hoteles de playa.
El mundo tiene razón al preocuparse por las masivas violaciones a los derechos humanos en México, por la violencia irracional y sin salida que sufre el país, por los triquis asesinados, por los mineros reprimidos, por los bebés achicharrados en un negocio particular, por los jóvenes acribillados en sus lugares de estudio.
Gozamos la variedad de ser mexicanos pero los indios siguen padeciendo discriminación, la autoridad federal se empecina en negar a las mujeres el derecho a disponer de sus cuerpos y el clero católico sigue pensando que los homosexuales y las lesbianas merecerán compasión, pero no derechos legales. ¿O a ustedes les habría gustado que los adoptaran unos maricones?
Que México es puro amor, lo saben bien los miles de mujeres –menores de edad, muchas de ellas– que caen en las redes de tráfico de personas y explotación sexual, y lo saben los migrantes mexicanos que regresan de Estados Unidos y que deben hacer frente a la extorsión de todas las corporaciones policiales, y los indocumentados centro y sudamericanos mutilados por La Bestia, perseguidos y asaltados por agentes de la ley y por agentes de la delincuencia.
Se hermanan las diferencias y las cúpulas panistas, priístas y perredistas se enzarzan en sesudas discusiones y en suculentos regateos, mientras un país hambreado trabaja horas extra para pagarles su insultante tren de vida.
Unidos por lo que venga, haiga sido como haiga sido, y quien no quiera festejar, pues que no festeje.
Las voces cantan y estallan; las granadas, también: las calles son una fiesta de cohetes, fuegos artificiales y artillería.
Lo bueno está comenzando. Qué a toda madre. Shala lala lá.

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