lunes, 23 de agosto de 2010

Bucareli



Jacobo Zabludovsky
Maneras de celebrar

23 agosto 2010
Bucareli

En vísperas de las fiestas patrias, dos Méxicos muestran en sus preparativos las ideas que rigen sus conductas.

Por una parte el gobierno federal en un disperso proyecto que echa en la misma olla monumentos ridículos y costosos, espectáculos chabacanos importados a precios de oro y mojigangas irrespetuosas con el tono de superficialidad que caracteriza a sus organizadores.

Por el otro, sin proponérselo como acto conmemorativo pero coincidente con ellos, se produce algo que tiene la trascendencia profunda de lo que transforma a una sociedad para mejorarla. Estas fiestas no pasarán a la historia por lo que ocurra en calles y plazas, sino por lo que se está debatiendo desde el lunes pasado ante los tribunales: la definición de nuestra manera de vivir y de nuestro futuro.

La conducta de Marcelo Ebrard va más allá de lo que pudiera considerarse un incidente personal entre un funcionario público y un clérigo. Ciertamente la causa fue una declaración del señor Juan Sandoval Íñiguez, cardenal de Guadalajara, quien acusó a los ministros de la Suprema Corte de haber sido maiceados por el señor Ebrard para avalar la adopción de menores por parte de parejas del mismo sexo. El jefe de Gobierno le exige pruebas. Y el proceso comienza sin saberse cuándo ni cómo terminará.

Importa la sentencia, desde luego, pero el propósito se logró: Marcelo le ha hecho un gran servicio al país al denunciar ante un juez a un funcionario religioso que como cualquier ciudadano está obligado a cumplir la ley. El que acusa debe sustentar con pruebas su afirmación. Y el proceso seguirá su curso, como cualquiera otro, aunque estamos en presencia de una primera vez histórica: el jefe de Gobierno de la capital de la república acude al tribunal para exigir a un cardenal de la Iglesia católica que responda de sus palabras. Un ciudadano frente a otro ciudadano.

Lo que Ebrard aporta a las fiestas patrias, sin esa intención pero como beneficio colateral, es impedir se tuerza la intención libertaria y democrática de los autores de nuestras leyes e instituciones. Las leyes sobre el aborto, los matrimonios de homosexuales y el derecho a que adopten niños son formas de humanizar la relación entre los grupos sociales, sacando de las sombras a minorías satanizadas, integrándolas a un mundo en constante evolución, normalizando su vida en el entendimiento y la tolerancia de los demás. Esa ha sido hasta el momento la única idea inteligente en este tianguis monumental de errores festivaleros, en medio de la confusión entre las lentejuelas de la patriotería y la austeridad del patriotismo.

El señor Sandoval no está de acuerdo. Es natural. Es congruente con lo que representa y defiende. Pero lanzar piedras a casas ajenas cuando la propia tiene techo de vidrio resulta contraproducente. Es innecesario documentar delitos cometidos por religiosos que en los últimos años han indignado a la opinión pública mundial, para recomendar cautela. No se trata de eso, por lo menos no en este Bucareli.

Se trata de la libertad de vivir, la libertad dentro de leyes y principios fundamentales de la justicia heredados del derecho romano: vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada quien lo que le corresponde. Eso es lo que los mexicanos debemos defender y la mejor manera de hacerlo es ensanchar el espacio para cada uno de esos preceptos.

Supongo que el señor Ebrard acudió al juzgado sabiendo las consecuencias de su postura sin precedentes ante jerarcas de la religión que profesan muchos de sus posibles votantes. La carrera por las postulaciones ya está desatada. Ebrard debe haber previsto el peligro de esta pérdida de apoyo, pero la historia nos enseña que desde hace 150 años los mexicanos han sostenido una constante lucha en defensa del Estado laico ante el ataque constante de quienes pretenden recuperar privilegios irreversiblemente desaparecidos. Han sido mexicanos católicos quienes nos dieron, algunos a costa de su vida, el estado laico. Benito Juárez es el gran ejemplo a seguir.

El paso dado por Ebrard no es la movida de un peón en el tablero de la política efímera. Es una declaración de principios ante el embate de un sector poderoso que evoca su originaria afición a la pesca tratando de ejercerla en este río revuelto y desmadrado en que sobrevivimos los mexicanos. Ahora o nunca, porque la ocasión se va con este gobierno.

Se trata de mantener firme el timón de la autoridad institucional frente al aviso de un golpe de Estado en las tinieblas. Ese es el peligro inminente. Otro asunto es la soberbia y los malos modos de quienes juraron entregarse eternamente en cuerpo y alma a la humildad y la prudencia.

Y al amor al prójimo.

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