viernes, 15 de octubre de 2010

Inmunidad y fuero


Pablo Gómez

15 octubre 2010
pgomez@milenio.com

Se le ha llamado fuero a la inmunidad constitucional de los más altos funcionarios del Estado, los integrantes de los poderes públicos y, ahora, de los órganos autónomos. En realidad se trata de impedir que autoridades menores encarcelen a esos funcionarios, lo cual podría llevar a golpes de Estado legalizados. Piénsese en un presidente de la República encarcelado por un agente del Ministerio Público y un juez, puestos de acuerdo, lo que haría innecesario un ejército para lograrlo. Lo mismo puede aplicarse a legisladores, gobernadores y jueces.

El término fuero proviene de la existencia de una jurisdicción (foro) diferente a las ordinarias para poder enjuiciar a tales funcionarios. Es decir, sólo la Cámara de Diputados puede permitir al Ministerio Público el ejercicio de la acción penal contra los más altos funcionarios. A este procedimiento se le ha llamado desafuero o, como dice la ley, declaración de procedencia.


El sistema existe en casi todos los países, pero con modalidades. En México el desafuero lo deciden los diputados, constituidos en Gran Jurado, pero el funcionario desaforado puede resultar no culpable en el juicio que se le abra, de tal manera que, primero, se le destituye y, después, se le juzga. Esto es poner las cosas al revés y suponer que el indiciado es culpable hasta que un juez lo declare inocente.


En la historia de México hemos visto desafueros claramente políticos, como los ordenados por Calles y, mucho después, por Vicente Fox con la plena y entusiasta colaboración de todo el PRI.


Para que la inmunidad constitucional sea una institución que proteja el funcionamiento normal de los poderes constituidos se requiere un nuevo sistema, como el que he propuesto sin la menor suerte varias veces en el Congreso. Ante una acusación del Ministerio Público, el juez debería resolver, como en cualquier otro caso, si se abre o no un proceso penal. Si tal proceso es abierto, el acusado podría defenderse ante el juez como cualquier otro individuo. Si, al final, el juez declara la culpabilidad del reo y le impone una pena, entonces la Cámara recibe el pedido judicial y procede a entregar a la justicia al sentenciado, es decir, a retirarle la inmunidad constitucional y, por tanto, a separarlo del cargo. Así es en varios países, donde predomina la presunción de inocencia: nadie es culpable hasta que se le demuestre que lo es en un juicio debido y ante tribunal legalmente constituido.


De esa manera, el Ministerio Público podría tratar de iniciar procesos penales, sin el menor obstáculo, contra cualquier alto funcionario, incluyendo al presidente de la República. Pero, al mismo tiempo, el proceso penal que se abriera por resolución judicial no impediría que el acusado siguiera en el ejercicio de su mandato hasta que mediante sentencia se declarara su culpabilidad.


Ser juzgado en libertad es algo común en casi todo el mundo, pues no ahorra un solo día de la sentencia que finalmente se dicte. El querer ver tras las rejas a un alto funcionario sólo porque se le acuse no es congruente con los principios contemporáneos del sistema penal, ahora llamado acusatorio, en sustitución del antiguo (?), denominado inquisitorio.


Por otro lado, las personas contra las que existe orden de aprehensión o están bajo un proceso penal no deberían tener suspendidos sus derechos ciudadanos, pues tal sanción automática es contraria a principios constitucionales básicos. En este tema la Constitución contiene una antinomia, es decir, una contradicción entre normas de ella misma. En la sentencia condenatoria debería incluirse la suspensión de derechos ciudadanos y de ninguna manera en la simple orden de aprehensión o con la apertura del proceso penal, pues el tiempo de la suspensión es irreparable si al final el acusado es declarado inocente. Abrir un proceso penal contra un candidato para evitar que llegue a la elección es algo sencillo en México, pero es un juego sucio.


Mientras no se hagan estas reformas el Estado mexicano seguirá tropezando sin necesidad alguna.

pgomez@milenio.com

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